viernes, 4 de septiembre de 2009

EL HOMBRE QUE PESCO EL RIVIEL

La canoa del pescador se movía al vaivén musical de las olas.
Se encontraba cerca de la bocana del río Tapaje, en el litoral nariñense. Era una noche fría con fuertes brisas. El veterano “lobo de mar”, de nombre Juan, tenía la costumbre de salir, al caer la tarde, en busca del cotidiano pan para sostener a su mujer y a sus dos pequeños hijos, con quienes vivía en medio del manglar, donde había levantado una ramada como casa y en ella protegía su hogar.

Vestido con pantalón y camisa raído, sostenía en sus manos, marchitadas por el tiempo, los anzuelos en los que tenía puestas todas sus esperanzas. “Mira hombe, pesca de día y no de noche, ponete serio”, le decía a menudo su esposa, quien se quedaba calentando agua en una vieja olla, acompañada de los rostros tristes y taciturnos de sus vástagos.

El nunca hacía caso, siempre escogía la noche para pescar y fueron muchas veces que regresó con el potrillo vacío. Pobremente vivía y sus hijos apenas tenían algo con que cubrir sus frágiles cuerpecitos.

Solitario, sentado en su embarcación, movida por una pequeña y remendada vela blanca, fumaba una “cachimba”, cantaba a las estrellas viejas canciones de sus ancestros africanos; eran tanto los años que había pasado encima del mar, que ya hasta se sabía de memoria las figuras geométricas que se formaban en las noches estrelladas del inmenso cielo. Sabía tantas leyendas de marinos y fantasmas, que era el único entretenimiento que llevaba a sus hijos cuando llegaba sin una “peje”, como le llaman al pescado los campesinos del litoral.

Los años cada vez lo traicionaba. Estaba cabeceando por el sueño, cuando alzó el rostro y observó una intensa luz que navegaba hacía él. “Ve que raro”, murmuró, pues tantos años de pescador nunca había visto cosa semejante.

Era diferente a las luces de cualquier otro pescador que suelen llevar consigo sus lámparas de querosén para alumbrarse y por lo general son permanentemente sus llamas zarandeadas por el viento, que amenaza con apagarlas; pero ésta permanecía incólume. La suya, por ejemplo, estaba que se apagaba, y “cómo”, pensó, “ que ésta mantenga firme sus llamas” como si estuviesen cubiertas por algún cristal. Eso está muy raro, se insistía para sí, con ojos bien abiertos.

Pero lo más sorprendente es que no se observaba ningún potrillo o canoa, ni l figura de algún pescador; solo la mecha llameante de una lámpara “caminando” sobre las olas, empujada por una fuerza invisible.

Se irguió sobre sus flacas piernas, parándose en la embarcación y cogió la atarraya. “Sea lo que sea, lo voy a atarrayar, ningún diablo guevón me va a asustar”, se dijo, al tiempo que recordó la vieja leyenda del Riviel, aquel personaje mítico-religioso que “ronda” por las costas molestando a los navegantes, dejando ver la luz de sus piernas, pero que nunca nadie ha visto en persona. También se decía que el que lograba “ pescarlo” se convertía en una hombre rico, pues la pequeña embarcación del Riviel era de oro.

La luz se acercaba rápido, directo hacia él y cuando menos pensó la tuvo tan cerca que lo encegueció, pero sin pensarlo siquiera y más por instinto arrojó con fuerza su atarraya. Su instrumento de pesca se fue al fondo con su carnada, la sintió pesada y poco a poco la fue alzando del fondo, hasta que en medio de las piolas del red vio algo que lo dejó mudo: Un hueso fémur estaba dentro. “Cristo, éste es el Riviel?, se preguntó aterrado.

Regresó a casa tan aprisa como pudo, con su presa a bordo, seguro de haber pescado una leyenda. El hueso, seguramente, pensó es parte del esqueleto de la esotérica visión. Lo enterró con todas las ceremonias religiosas de que tenía conocimiento, al frente de su casa y sobre la tumba colocó una cruz con la leyenda “aquí yace el Riviel”.

Desde entonces, el hombre se convirtió en el mayor y más rico pescador de los contornos pero no volvió a hacerlo de noche.

(Tomado de Embrujos del Pacífico, Flover G. González, 1992)


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